Publicado en Cuentan los sabios

Volar lejos

Cuentan los sabios que había una vez en un estanque una mamá pata con sus patitos, y aunque estos eran muchos, ella sabía darle a cada uno lo justo y necesario para su sustento y su aprendizaje.

Los días iban pasando velozmente. Sabía ella, y así se lo había comunicado a sus patitos, que no todos los días eran iguales aunque así lo parecieran. Tenían que aprovechar al máximo sus enseñanzas y sus experiencias, pues cuando menos se lo esperaran llegaría el gran día en el que ellos tendrían que echar a volar y ni ella ni nadie podría hacerlo por ellos.

Muchos de ellos le preguntaban cuándo llegaría ese día, y ella siempre les respondía lo mismo: que estuvieran tranquilos, que ellos mejor que nadie lo sabrían.

Y así ocurrió.

El gran día fue llegando para unos primero, luego para otros, pero a casi todos les llegó, y digo a casi todos porque faltaba uno.

Para sorpresa de mamá pata, este siempre había sido el más inquieto y desde el principio pensó que sería el primero en echar a volar, pero no había sido así, los otros ya lo habían logrado y él seguía anclado a la tierra, revoloteando a su alrededor.

No había emprendido el largo vuelo, no había experimentado la libertad del aire, la libre elección de dirigirse hacia donde su corazón le guiara, no había experimentado el poder que daba ver la tierra y sus cosas mundanas a vista de pájaro, siendo uno con el cielo.

La madre sabía que ese gran día también llegaría para él, en su fuero interno tenía esa seguridad, pero ello no impedía que sintiera cierta preocupación o, más que preocupación, inquietud.

Cuando creía que ese iba a ser el gran día, aparecía con una herida en una pata, lo que hacía que hubiera que esperar a que se curara. Cuando estaba curada, volvía a surgir otra inesperada lesión en un ala, otro tiempo más de espera para sanarla.

Mientras los días pasaban y pasaban entre patas y alas, la marcha cada vez se alejaba.

Un día, entre cura y cura, la madre comentó:

―Hijo mío, no veo el día que puedas emprender el vuelo.

―Madre ―le dijo él―, yo no quiero emprender el vuelo, mis hermanos se han marchado y usted se ha quedado sola. ¿Quién va a cuidar de usted, si yo me marcho? Además, para qué quiero volar si junto con usted tengo todo lo que quiero y necesito. Comida usted me la consigue, soy libre para moverme por el lago y de momento no me interesa conocer más allá. Amigos, tengo muchos y variados, cada estación vienen nuevos a visitarnos, ellos me cuentan lo que han visto y vivido, así que de momento ese gran día para mí no ha llegado.

―Sí, hijo, pero tienes que conocer mundo, elegir tu camino, ser libre y volar.

―Madre, a mi manera lo soy y le digo que no siento que ese gran día haya llegado. Sé como usted que ese día llegará, pero le vuelvo a repetir que ese día no ha llegado.

Pasaron los días, la mamá pata pensó y reflexionó sobre las palabras de su hijo. A pesar de que estaba en lo cierto, de que él mejor que nadie sabría cuál sería el momento, algo le inquietaba mucho, algo de lo dicho no era correcto.

Así que lo llamó y le dijo:

―Hijo mío, he pensado mucho y reflexionado acerca de tus palabras. Si bien es cierto lo que me dijiste de que sabrías cuál es el momento, también tengo que decirte que algo no es correcto. Yo soy tu madre y he cuidado de ti y de tus hermanos hasta que a cada uno le llegó su momento. Os he enseñado lo que sé y os he dado libertad para que fuerais aprendiendo, pero en ningún momento os he enseñado o dicho que dejarais de volar para cuidarme. Eso no es lo correcto, tú tienes tu vida, tu tiempo, tu mundo, debes volar y verlo, pues de lo contrario flaco favor nos estarás haciendo. A ti por quedarte estancado en este lago y a mí porque no te habría enseñado que volar es lo correcto. Con los años esto haría nacer en mí la culpa y en ti el remordimiento de no haber hecho las cosas cuando era su tiempo. Así que, hijo mío, vuela, vuela lejos, no te quedes por mí, pues siempre sabrás dónde estoy y podremos volver a vernos.

El hijo marchó en silencio, buscó un sitio tranquilo en el lago y pensó en todo aquello que quería hacer, ¡por qué no hacerlo!

Esa misma noche decidió que quería marchar lejos.

Al alba, nada más amanecer, dio a su madre un fuerte beso.

Desplegó sus alas, notó un leve dolor en las antiguas heridas, las patas se podían afianzar fuertes en el suelo.

Movió un ala, luego la otra, comprobó que todo estaba perfecto.

Poco a poco cogió el impulso necesario para llegar muy, muy lejos.

Y marchó, marchó lejos.

Cuento incluido en el libro Cuentan los sabios

Autor:

Primero fui contadora de cuentos, ahora los escribo ;)

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